domingo, 7 de febrero de 2010

Entre tiempo



No he tenido estas inseguridades desde hace mucho tiempo. Desde que en el colegio el gordo Landeo, el negro Falla y el cabezón Aliaga amenazaban con volverme a pegar - claro que lo habían hecho - y yo esperaba, angustiado, esas pruebas de suspervivencia. Romper mis cuadernos con las tareas, robar mi jugo en caja o lanzar mi mochila a la basura resultaban siendo sus maneras más entretenidas de tenerme en ascuas. Ahora creo que se me vino la inseguridad esa de conocer tus verdaderas limitaciones o traumas escolares. "Es belleza lo que al cubrirte con su manto vuelve triste la misma dicha suavísima con que te arropa...dónde comienza el arco iris majestuoso de la pena". "Mañana vamos a jugar fulbito, mañana a las nueve", pero por supuesto, como no, yo tapo, de arquero o de nueve. Podría empezar diciendo que soy malísimo para el winning eleven. Viendo los partidos que estan pasando por la tv, me resultaría más fácil soportar todo un mundial en nintendo wii que un solo foul de un botín izquierdo contra mi cara. Sería más sincero decir que no quisiera soportarlo de nuevo. El día comienza caluroso y nublado en el depa de mi tío en Surco. Eran las 9:30am y el partido debería estar comenzando. "Todavía no va a comenzar, yo tengo las camisetas", dice mi tío con una sonrisa y su pachocha de deportista amateur. Caminamos tres cuadras y llegamos a la parroquia. Tienen tras la construcción de las misas, que no sé si tiene algún nombre en especial - la capilla en sí -, un gran descampado de tierra con unas improvisadas canchas de fulbito y voley. El padre Renato, un gordito con barba rala y lentes oscuros informa a mi tío que han perdido por walkover. Ahora a jugar "sapo". Mis recuerdos infantiles estan atiborrados de domingos jugando sapo, días de campo jugando sapo y uno que otro día de la madre. Se reune con sus compañeros de juego, que deben de tener el aspecto más antideportivo en comparación a todos los demás deportes: Zapatos, pantalón delgado de tela, lentes con pititas para que no se caigan al piso con los violentos movimientos que el fragor del juego implica y, por supuesto, camisa a cuadros. Practican lanzando las monedas. Sus contrincantes son unos jovenes vestidos de azul de un grupo parroquial que posee siglas en vez de nombre. EPJ. Mientas veo lo malos que son jugando al sapo, lanzando las monedas a la señora que vende gaseosas en lugar de acertar a los 24 agujeritos, incluidos el sapo de bronce que abre la boca en medio de la caja, rueda hacia mí una pelota. Acá, broder. Pateé la bola con fuerza para que llegue hasta el campo que está a 20 metros, sabía que tenía que sacar de manos, así que intenté levantarla con la punta, el calichín se acercó y le pegó en medio de la cara. En la naríz, para ser exactos. Dije perdón en voz baja. La pelota rodó nuevamente hacia mí. La levanté y me acerqué, el jugador se tomaba la naríz y luego miraba su mano para comprobar que no sangraba. Le dí la bola, pero no lo miré. Una vez me dieron con la bola en la cara, al lado derecho. El negro Falla iba a meter un gol de final de copa interbarrios, llevandose al conejo Fernandez y al cabezón Aliaga. Yo jugaba para su equipo, porque no había nadie más y nescesitaban alguien que pague la apuesta, y corrí hacia el arco como periodista, presto a ver el gol de cerca, cuando me pegó en la cara. Luego, la pelota no importó más, el negro arremetió sus patadas contra mí como si lanzara un tiro libre de medio campo. Quítate, pe' we'on. Explicó luego de marcar mi polito blanco con la suela de su zapatilla izquiera. Esperaba algo parecido, quizás de este jugador que metió dos goles para ese partido. Me salvé por mi anonimato. Compré una gaseosa y pensé: habrá un abierto interparroquial de valetodo. Sería paja, como Jesus. Bien paja. Pajazo.