jueves, 23 de junio de 2011

El Descanso - Finalista del III concurso nacional de cuentos FELIZH



El Descanso

Por: César Palacios

Pseudónimo: Fox Mulder

“No tenía la más remota idea de dónde me hallaba
¿Qué sitio era aquel? Mis pupilas reflejaban las siluetas
de la multitud dirigiéndose a ninguna parte.”


Tokio Blues, Norwegian Wood – Haruki Murakami

En aquel momento, Eduardo solo podía oír las sirenas de los patrulleros acercándose desde el fondo de la calle, iluminados por el fuego que se elevaba y salía por las ventanas de El Descanso. Los escombros rodeaban y cubrían parte de su cuerpo, el polvo aceleraba su respiración mientras intentaba levantarse. Miraba alrededor sin saber bien por donde comenzar a buscar. Esa tarde de 1987 Eduardo hablaría con ella por última vez.

“Cuatro, dijo el Jaguar”, fueron las primeras palabras que Eduardo escuchó decir a Vanessa, seguidas de un “que tal inicio de puta madre”. Él estudiaba biología y química, o al menos lo intentaba sin mucho éxito ni notas dignas de admiración. Ella estaba en el comedor de la facultad de ciencias porque en el comedor que le correspondía la comida sabía a mierda. Vanessa almorzaba un plato de lomo saltado, mientras leía un libro en cuya portada había un perro encerrado en un marco rojo y cuyas letras amarillas anunciaban a un tal Mario. Eduardo siempre ocupaba la mesa que estaba al lado de la ventana que dejaba ver los geranios del jardín. Aquella tarde el comedor estaba ocupado por completo, y en su mesa había una chica leyendo un libro y que separaba los tomates, de las papas fritas, a un costado de su plato. No había otro sitio para sentarse ni, mucho menos, un lugar privilegiado para ver el jardín de la facultad. Al preguntar por un sitio disponible el encargado del comedor respondió que se siente en su sitio habitual, porque la chica había llegado sola y no parecía esperar a alguien. Eduardo se acercó a la mesa, donde estaba la chica que devoraba su libro y su almuerzo. Fue ella quien rompió el silencio. Se presentó como Vanessa y lo invitó a sentarse. Lo siguiente que supo de ella fue que quería tomar fotografías del vivero de la universidad. Lo siguiente que supo ella de él fue que era el encargado del vivero de la universidad. Conversaron durante todo el almuerzo, Eduardo sonreía con aire entendido cuando no tenía ni idea acerca de los libros de los que ella hablaba. Al despedirse, Eduardo le dejó una copia de la llave del vivero a Vanessa y una mirada de severidad, para hacerle entender que no sería responsabilidad suya cualquier acontecimiento que podría causar por aquella chica que minutos antes comentaba con voz en cuello, su librito de perros y jaguares.

Fue en el vivero donde volvió a encontrarla tomando fotos, y al que Vanessa había entrado con la llave que él mismo le había dado un día antes en el comedor. No la había visto en toda su vida pero, en esas veinticuatro horas, ya la había visto dos veces. Eduardo llegó a las cuatro y cuarto de la mañana para regar las plantas en el orden que lo había hecho durante el último año, las madreselvas, las aralias, el ciclamen, las marantas, el singonio, la violeta africana y sus favoritas, por su fama de indestructibles, y que dejaba para el último por su poca necesidad de agua, las sansevieras. Ella debió haber llegado por lo menos una hora antes para haber repetido el mismo proceso, en un orden desconocido, solo para darles un efecto de rocío matutino y brillo especial a esas plantas y flores crecidas en cautiverio. Vanessa le enseñaba las fotos a la hora del almuerzo en el comedor donde se conocieron y la comida no era tan mala. Eduardo hablaba sobre la fase luminosa y fase oscura de la fotosíntesis, y ella comentaba sobre la iluminación o los encuadres de la fotografía. Fue entre el comedor de ciencias y el vivero en que Vanessa Arroyo, se convirtió en Vanessita para él.

La noche iluminada por el fuego que escapaba por las ventanas de lo que quedaba de El Descanso se cerraba sobre Eduardo. Las sirenas que tardaban en llegar tanto como el verano, los gritos de la gente se diluían con el llanto, y el silencio que reinaba en lo que quedaba de El Descanso presagiaban lo peor. Él agitaba la cabeza y comenzaba a buscar entre las mesas partidas en pedazos que se incrustaban en todo lo que tuvieran cerca, cubiertos deformados podían adivinarse entre restos de la madera que cubría el techo del bar, en el cuál había dejado a Vanessa solo instantes antes tomando un chocolate, y del que salió para comprar unos cigarros en la bodega que estaba a la vuelta de la esquina de la calle del bar. Al regresar con la cajetilla de Marlboro, apenas doblaba la esquina, Eduardo escuchó con dificultad unos gritos adentro de El Descanso que no logró distinguir. Corrió hacia la entrada, vio las pintas del PCP frescas en la puerta, un sonido fuerte, estridente, ensordecedor, estremeció El Descanso. Un resplandor. Luego, todo se puso negro. Eduardo no vio su vida como una película en un segundo, ni tuvo ganas de huir, solo quería disculparse con Vanessa por lo que le dijo antes de abandonar la mesa para salir a comprar cigarrillos.

Eduardo se graduó de la universidad el mismo día en que Vanessa consiguió un puesto de trabajo como reportera en el diario El Comercio, con un sueldo que prometía que todo estaría mejor desde ese día. Él se sentía orgulloso de haber acabado la universidad, mientras Vanessa lo fastidiaba con ternura diciendo “bastante te has demorado, cariño, tus profesores casi comenzaron a estudiar la universidad contigo”. Eduardo agachaba un poco la cabeza para disimular su cara enrojecida y repetía convenciéndose a sí mismo que, este año, sería su año. De los dos. Eduardo comenzó a trabajar en un modesto colegio de Magdalena como profesor de biología. Vanessa viajaba a veces con un equipo de reporteros del periódico, trabajo que le daba unas comisiones importantes, sobre todo para una chica que tenía todos los caprichos cumplidos en casa y ni siquiera tenía la necesidad de trabajar.

Ese año, se celebraba el certamen de miss Universo en Lima y a Vanessa le ofrecieron la coordinación de la cobertura del evento. Eduardo nunca la había visto tan alegre desde que viajó por primera vez al extranjero con los reporteros del periódico. Esa mañana, Eduardo recuerda que ella llegó corriendo al cuarto, su cuarto de estudiante en el que seguía viviendo, tocó la puerta con una moneda hasta que rajó el vidrio y se lo contó todo con una impaciencia incontenible. Esta noticia no le hubiera causado tanto gusto si Vanessa no lo hubiera sorprendido con planes de vivir juntos a fin de año.

El certamen coincidió con las vacaciones de medio año de Eduardo, que aprovechó para buscar departamentos por toda la ciudad. Un día antes de que miss Universo se transmita por televisión, se reunieron los dos en El Descanso, Vanessa tomó un chocolate y Eduardo un café, los dos comieron galletitas con mermelada. Juntos fueron a ver aquel departamento con puertas anchas y perilla en medio, una cocina pequeña, una lavandería, una sala que ocupaba la mitad del departamento, y dos habitaciones; “Una la convertiremos en un cuarto oscuro” dijo Vanessa cuando Eduardo preguntó que harían con esa otra habitación; “haremos lo mismo que en la otra habitación, pero tenemos que tener cuidado de que, con el movimiento, nos caiga algo encima”. Vanessa pasaría la noche con Eduardo. Su cuarto estaba cerca de la avenida por donde pasaban los carros para el coliseo Amauta, había guardado su cámara, su ropa y carnet de prensa dos días antes del evento. El atardecer entraba por la ventana, que miraba al oeste, junto con la brisa marina. Vanessa estaba sentada sobre la cama, él, cerraba las cortinas. Al acercarse hacia donde estaba ella, Vanessa lo jaló de la correa, se la quitó de un tirón, bajó su pantalón e hizo que Eduardo se siente sobre la cama. Ella se puso de pie, desabrochó su blusa crema, el sujetador y la falda, los dejó caer al piso. Eduardo podía ver a contraluz esa figura delgada, sin senos prominentes pero suaves como algodón de azúcar, mientras sacaba su camisa. Eduardo notó por primera vez un lunar en su pie izquierdo, la tomó por la cintura, besó su cuello, su boca, sus senos, quitó su ropa interior con una mano, ella quitó la suya, mientras la otra mano reconocía el cuerpo de Vanessa como si fuera la primera vez. Con una mano Vanessa aferraba las uñas a la cintura de Eduardo, mordisqueaba su oreja y con la otra tomaba su pelo. Sus gemidos se perdieron con la noche, la bulla de los carros y un perro que ladraba en una azotea cercana.
En diciembre de 1982, Eduardo y Vanessa alquilaron su primer departamento, en enero del año siguiente ya vivían juntos, para cuando acabó el verano, pudieron comprarlo.

Esa tarde Vanessa había llegado de Ayacucho. Había hecho un reportaje sobre los últimos atentados ocurridos por Sendero luminoso, que empezaba a cobrar fuerza y se extendía con rapidez por todo el Perú. Eduardo la esperó en la sala de su departamento, adornándola con macetas de madreselvas que había podido encontrar en un mercado del centro. Cuando ella llegó, Eduardo notó un extraño cansancio en sus ojos, Vanessa prefirió no almorzar e irse a dormir. La tarde, Eduardo la pasó revisando unos exámenes, preparando la clase de la siguiente semana y ordenando la cocina que ninguno de los dos se atrevía a limpiar. Vanessa despertó a las siete y veinte de la noche, se bañó, se cambió, y le dijo a él que tenía mucha hambre. Salieron para tomar algo en El Descanso, en el camino ella estuvo callada y distraída. Ella pidió unas tostadas que devoró enseguida, y un chocolate. Él, solo un café.

Ayacucho es horrible, ¿sabes? – comenzó a decir ella.

Yo viajé con la universidad, pero hace mucho tiempo – respondió él – no era tan feo.

– La gente no sabe qué hacer – dijo ella sin entender la respuesta de Eduardo – y el ejército abusa de todos los pobladores.

– No hay muchas flores en…

– ¡Me estás escuchando! – Vanessa alzó la voz.

– Te escucho, pero ya cálmate – replicó Eduardo – es un grupo de terroristas, pero el ejército se encargará…

– No me estás escuchando, te digo que el ejército abusa de los pobladores, les roban la comida, violan a las mujeres, a las niñas – respondió Vanessa al ver la cara de desidia de Eduardo – el ejército solo empeorará las cosas.

Eduardo se quedó en silencio esperando que ella termine la conversación y hablen de lo que habían comenzado a hacer con su dormitorio. Cuando él iba a comenzar a hablar de la habitación y las ideas que tenía, Vanessa volvió a hablar.

– Cuando llegué, lo primero que me dijeron es que meses antes, los pobladores habían asesinado a unos periodistas pensando que sus cámaras eran armas, Eduardo, te das cuenta – lo miró directo a los ojos esperando una respuesta de apoyo, o por lo menos, una respuesta.

Eduardo siguió callado, esperando que Vanessa se calme, para poder hablar de algo menos atroz. Pero Vanessa solo lo llamaba Eduardo cuando algo la incomodaba, y esta vez lo decía con la voz más seria del mundo, y esto comenzó a molestarlo.

– A veces pienso que los de Sendero luminoso son solo pobladores que defienden sus derechos, pobladores de los que el estado nunca se ha acordado y que ahora quieren hacer justicia por su propia mano – Vanessa alzó la voz – y aún así nadie los escucha, y tienen que matar a sus familiares y a sus amigos para que alguien se acuerde de ellos…

Eduardo pensó que faltaba poco para que levante un puño y de vivas por la patria, que mejor se hubieran quedado en su departamento escribiendo en su habitación como lo hacían hace algún tiempo, y no tendría que soportar esta conversación.

– ¡Eduardo, dime algo, puta madre! – gritó Vanessa.

– ¡Qué quieres que te diga, carajo! – estalló Eduardo – ¿qué está bien que maten a la gente para que les hagan caso?, ¿Qué todos los del ejército son unos hijos de puta?, o ¿qué mi novia ha vuelto de Ayacucho convertida en una terruca?

Eduardo se puso de pie, dejó el café a medio terminar y salió para comprar cigarros. En la puerta, se topó con dos tipos que entraban a El Descanso con unas casacas de cuero enormes que los cubrían hasta sus rodillas. Uno de ellos tenía una expresión de furia en los ojos. Al verlo, Eduardo, no supo por qué, pensó en su novia. Salió del bar, revisó su dinero en el bolsillo del pantalón y dejó a Vanessa tomando chocolate en una mesa para dos.

Consiguieron los muebles de la sala a buen precio en una tienda del centro de Lima. Los estantes para los libros, Vanessa los trajo de su casa, de donde salió peleando con sus padres que nunca llamaron por teléfono ni visitaron el departamento. Eduardo adornó la amplia sala con macetas de singonios al lado de la ventana. La ambientación del cuarto oscuro para revelar las fotos que tomaba Vanessa les costó tanto como los sillones de la casa, la cama, la cocina y la mesa del comedor. No les alcanzó el dinero para comprar un televisor, y se conformaron con una radio Philips de una sola banda, que colocaron junto a las macetas en uno de los estantes de los libros. Pintaron la cocina, la sala, el comedor y la lavandería de color crema. El dormitorio, a pedido de Vanessa, lo pintaron completamente de blanco. Ella quería que las paredes de su habitación se parezcan a las hojas de un periódico. Al día siguiente, cuando acabó de secar la pintura, Vanessa tomó un plumón negro y escribió sobre la pared al lado de la cama: Eduardo, te quiero. Eduardo quiso dibujar unas flores para adornar la habitación, pero Vanessa le recordó que las hojas de un periódico no tenían dibujos, ni mucho menos a colores. Eran solo palabras escritas por la tinta negra de las imprentas. Eduardo tuvo que pensar toda la tarde para escribir algo al lado de lo que escribió Vanessa: Te quiero, como las violetas al sol.

Las paredes de su habitación comenzaron a llenarse de palabras cariñosas, desde unos simples “buenos días” que eran las favoritas de Eduardo que no gozaba de mucha imaginación, pero eran palabras rebosantes de cariño, hasta aquellas palabras con las que Vanessa hacía que él se pusiera a pensar durante horas, como cuando ella escribió: ¿Acaso quieres matarme? Tanto cariño hará explotar mi corazón.

Vanessa tenía más trabajo que nunca con el cambio de gobierno, Eduardo consiguió otro trabajo por las tardes, en otro colegio, y comenzaron a ahorrar para poder hacer un viaje a cualquier lugar donde puedan pasar unas merecidas vacaciones, Vanessa quería ir a Cartagena en Colombia, Eduardo, a Cusco. Las letras de pago del departamento se llevaban casi todo el dinero y la economía nacional comenzaba a generarle apuros no solo a ellos. El viaje tuvo que esperar. Vanessa aceptaba más trabajos con viajes que le generaban mayores ganancias, a veces viajaba por una semana, por dos, incluso un mes. Cuando volvía, encontraba en las paredes blancas, palabras negras escritas con plumón, con lapicero, con lápiz, de aliento: Somos un equipo, Vane. Te quiero. Al volver de uno de sus viajes a la sierra central encontró unas palabras gigantes en la pared sobre la cama: Cuatro, dijo el jaguar. Fue lo primero que escuché de ti. Gracias por todos estos años, feliz aniversario. Ella se pintó los labios de rojo, y rompiendo con la regla de no colocar colores en las paredes, besó la pared, dejando la marca de sus labios rojos.

Quemaduras de tercer grado en cara, brazo derecho, abdomen, espalda y piernas. Brazo izquierdo perdido por la explosión. Laceraciones profundas en la cara que comprometen la visión del ojo izquierdo. No presenta mejoras, y es probable que el estado de coma sea irreversible. Lo siento. Esas fueron todas las palabras que Eduardo recibió tres días después de la noche del atentado, donde encontró a Vanessa tirada en el piso con la ropa quemada y sin un brazo. Despertó, en una cama del hospital del seguro social, tres días después con moretones y cortes en todo el cuerpo. Se levantó de un salto, perdió el equilibro, mareado, llegó hasta la puerta y llamó a una enfermera. Una hora después, un doctor le explicaba lo que harían con ella durante los próximos días, acerca de las operaciones y los medicamentos, pero que era todo muy complicado. Eduardo volvió a su habitación, se hecho en la cama boca abajo, dejó la gelatina y el pan de la cena a un lado y lloró hasta el amanecer.

Vanessa estuvo en el hospital sin despertar por seis meses. Eduardo iba todos los días a verla, los viernes y sábados dormía en un colchón viejo al lado de su cama. Extrañaba su voz, el sonido de su cámara fotográfica, sus manos suaves de las que no quedaban más que jirones de piel duros al tacto. Quería volver a escribir con ella en las paredes, preguntarle por qué había puesto esa marca roja, tomar chocolate y café y galletitas con mermelada. A veces soñaba con ella, hablaban, se abrazaban en aquella habitación, rodeados de palabras. Ella escribía con un plumón en la pared: “Tranquilo, Eduardo, es solo un pequeño descanso. Una siesta”. Este sueño calmaba a Eduardo hasta que el ruido de la sala de emergencias, que estaba cruzando el pasillo, lo arrancaba de su sueño y lo devolvía a su mundo real, dónde la muerte se mezclaba con la vida y parecía nunca tener fin.

El dinero ahorrado se acababa y un doctor recomendó a Eduardo que llevara a Vanessa a casa, que ya habían intentado bastante y no obtenían ningún resultado favorable. El doctor le habló acerca de calidad de vida y que no gastaría tanto en casa, que un doctor podría ir una vez cada quince día para monitorearla, pero que ya no se podría hacer nada más. Cuando Eduardo preguntó al doctor si habría alguna posibilidad de que Vanessa despertara, por más remota que esta fuera, el doctor mintió diciéndole que había alguna, pero muy pequeña. Eduardo pensó que si sucedería, sería mejor que fuera en casa, en esa habitación de paredes blancas con palabras negras.

Trasladaron a Vanessa al departamento apenas terminó aquel verano. El departamento parecía detenido en el tiempo, empolvado, con los platos acumulados de algunos días, las madreselvas marchitas al lado de la ventana y de los libros apolillados. Ella ocupaba la habitación, mientras que él dormía en el sofá de la sala, trabajaba todo el día y regresaba por las noches a la habitación donde estaba Vanessa a ver si ya había despertado. Un día tuvo miedo de que Vanessa despierte cuando él no esté en casa, desde entonces Eduardo pasaba las noches escribiendo siempre con plumones o lapiceros negros. Mientras trabajaba, por las mañanas, Eduardo extrañaba cada vez más a Vanessa cuya figura y rostro se perdían con el tiempo. Pensaba en aquel viaje que nunca hicieron, en la noche que decidieron vivir juntos e hicieron el amor hasta el amanecer, las plantas del vivero donde Vanessa tomaba aquellas fotografías que ahora esperaban en un cajón en aquel cuarto oscuro de su departamento. Eduardo escribía en las paredes sin falta: “En Cartagena las playas tienen olas muy pequeñas, Vane, cuando despiertes las podremos ver” , “Hoy me pareció que las madreselvas de la sala volverán a florecer dentro de poco, te prometo no dejar de regarlas”, “Hoy estuve ordenando tus libros, encontré ese libro que leías cuando te conocí, comencé a leerlo. Bien pendejo el Jaguar, ¿no?”. Las paredes dejaban de ser blancas, y Eduardo comenzó a escribir sobre lo que había escrito, y luego sobre lo que había escrito. “Hoy me despidieron del colegio de Magdalena porque castigué a dos alumnos que hablaban de Sendero luminoso, pero no te preocupes, conseguiré otro trabajo, esta semana tendré un descanso”. Eduardo no consiguió otro trabajo por las mañanas, y ocupaba ese tiempo escribiendo sobre las paredes. Casi no dormía y siempre esperaba a que Vanessa abriera los ojos. Las paredes perdieron su color original, y cuando estuvieron cubiertas de tinta, Eduardo tomó un lapicero blanco, y volvió a empezar.