domingo, 2 de septiembre de 2018

COMEDIA COMEDIA

Aquí no  hay nada publicable. Solo una dedicatoria encriptada.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Aviones en febrero

            Después que el cuarto avión de papel entro por la ventana del departamento deshabitado debajo del suyo entendió que no sería sencillo completar su objetivo y estuvo a punto de rendirse.
André estaba enamorado de su vecina. La del departamento del segundo piso. Cada tarde pasaba al menos dos horas viéndola desde su ventana en el último piso del edificio. Vivían en un condominio pequeño con un patio en común que también servía como un gran tragaluz por el cual todos los vecinos conocían al menos la cara de los otros viendo indiscretamente o con descaro hacia las otras ventanas. André prefería estar lejos de las luces del alumbrado público y pasar las noches mirando las estrellas con su vetusto telescopio desde la misma ventana por la que miraba a su vecina cuyo nombre no conocería jamás. Los primeros intentos de acercamiento a su vecina fueron tocar el timbre, pero al escuchar pasos cerca del otro lado de la puerta corría hacia las escaleras para que cuando ella abra la puerta no lo encuentre parado afuera de su departamento. Intentó también robar los recibos de teléfono, pero tenía miedo del portero alto y gordo que los recibía cada vez que llegaban al condominio.
Al llegar el verano André tuvo una idea que derivó, de romántica iniciativa en una catástrofe para sus vecinos, por culpa de su puntería mal afinada. Aviones de papel. El calor de febrero dejaba pocas opciones para mantener frescos los departamentos del condominio, ni uno solo contaba con un sistema de aire acondicionado y tenían sus ventanas abiertas incluso por las noches. Luego de unas noches mirando las constelaciones que conocía de memoria decidió hacer una práctica de media noche. Tomó una hoja en blanco y la dobló de la única manera que conocía para hacer un avión. Dos dobleces que generan un triángulo al frente, luego por la mitad y otros dos dobleces para las alas. Se acercó a la ventana, apuntó y soltó el avión cuando no soplaba el viento. El avión descendió caprichosamente por el tragaluz, después de dos vueltas a la altura del cuarto y tercer piso, aterrizó en el alfeizar de la ventana a la que había apuntado. Sencillo, pensó André, sin saber lo que pasaría en los próximos días.
En el primer avión escribió un simple te quiero, te observo de lejos como a una estrella. André. Se arrepintió de no haber escrito su número de teléfono en lugar de su nombre. André era un nombre común y él no era el único con ese nombre en el condominio. Y fue el otro André del edificio quién recibió el avión. No volvieron a verse directo a los ojos nunca más desde aquel día. El segundo avión tenía su número de teléfono y un ¡Llámame! Lo lanzó de noche para tentar su suerte inicial. Pero el avión terminó en el alfeizar de una de las ventanas del tercer piso. André no se enteró, pero el dueño del departamento en el que cayó el segundo avión tumbó una maceta sobre la tapa de un desagüe al abrir la ventana para tomar el avión de papel. Del desagüe por las noches salían ratas que invadieron el condominio casi por completo. Una rata mordió a Fufi, el perrito de la gorda del tercer piso. Tuvieron que sacrificarlo al no detectar a tiempo la rabia que la rata le había contagiado. En uno de los muchos matrimonios, a los que la vieja del primer piso solía asistir, al sacar un pañuelo de su cartera encontró una rata y del susto la lanzó sobre la novia acabando con la diversión al instante. El tercer avión tenía muchos corazones de colores y una declaración de amor que André creyó de una quinceañera. El avión cursó una trayectoria imposible hasta el departamento del mecánico. La esposa encontró la carta, le dio un ataque de celos y se divorciaron al poco tiempo.
El cuarto avión se quedó en el departamento deshabitado y con las ganas de André de escribir versos románticos con corazones. En una hoja en blanco puso su nombre, el número de su departamento y Te estoy esperando para ver juntos el cielo por las noches. Eres el sol de mis días. Te quiero. Hizo el último avión de papel. El quinto avión llegó a la ventana de ella. André esperó unos minutos a que ella lo recoja. Ella se asomó a la ventana como si buscara algo. Encontró el avión en el alfeizar de la ventana, lo leyó y regresó hacia adentro del departamento. André se sentó en su sillón a esperar a que ella llame a su puerta.


Mabel buscaba un papel que no sirva para encender otra hornilla en su cocina. Se le habían acabado los fósforos. Encontró un avión de papel en su ventana, lo leyó. No era nada importante. Volvió a la cocina, encendió la hornilla con el avión y botó a la basura lo que quedó de él.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Al cruzar la calle


   Por: César Palacios


“La creación de un agujero negro sucede luego
de algo realmente trascendente. La muerte de
una estrella. Entonces, nada puede escapar
ni siquiera la luz”
Historia del tiempo – Stephen Hawking


         La noche en que Brunela salió a comprar pastillas para el mareo se fue la luz en toda la ciudad por unos minutos. Quizás su mamá ya estaría muerta o a punto de estarlo. Brunela contaba el vuelto y servía agua hasta la mitad de un vaso de plástico transparente. Decidió por fin esperar dos minutos más, mientras regresaba la luz. Ella regresaba por el mismo camino por el que había llegado a la farmacia, hasta el edificio donde estaba su casa. En la puerta de la farmacia tomaba el Dramamine, intentado distinguir las estrellas entre el cielo nublado de setiembre y recordar la razón principal de por qué quería matar a su mamá. Recordó primero las instrucciones que le dio a su enamorado. Ella había hecho todo tal cual lo habían planeado semanas atrás. Bajó del departamento del cuarto piso aludiendo que tenía cólicos menstruales, que luego se convirtieron en verdaderos mareos. Le pidió al portero que vaya a comprar unas pastillas. Cuando el portero desapareció en la esquina, su enamorado cruzó la calle, entró en el departamento y recibió las llaves de la casa de las manos de Brunela. Él subió corriendo por las escaleras. El portero volvió luego de que Brunela ya no escuchaba los el correr pesado de su enamorado sobre las escaleras. Le dijo que la farmacia ya estaba cerrada. Brunela sintió los primeros mareos y le dijo al portero que no había problema, que iría ella misma por las pastillas. Hasta ese momento todo iba conforme al plan.

Brunela casi adivinaba sus pasos entre la oscuridad. Apoyada en la pared, avanzaba despacio y tanteando con el pie su camino para no tropezar con uno de los muchos agujeros de la vereda. Antes de voltear la esquina intentó ver las estrellas una vez más. Un círculo hecho de nubes solo dejaba ver un cielo oscuro, negro, sin ninguna estrella ni luz a la vista. Brunela comenzó a imaginar algunos escenarios de cómo su enamorado mataría a su mamá. Ella le dijo que tenía que ser rápido. Podría usar un martillo de la caja de herramientas que nunca usan, o uno de los cables telefónicos que dejó el técnico que arregló el internet dos días atrás. Brunela pensó que su enamorado ya debería haber terminado, y para ese momento estar escondiendo el cadáver en el baño, como señalaba el plan. Recordó la sonrisa que su enamorado hizo cuando ella le dijo que no era una broma, que si él la quería de verdad, debía ayudarla. Brunela sentenció esa frase, dirigiendo su mirada a un horizonte invisible, diciendo “No es posible que mi mamá me haga algo así y se quede tan tranquila”

Para cruzar la pista y llegar a la puerta del edificio tenía que ser cuidadosa. Había un buzón sin tapa en algún lugar en medio de la pista, pero no recordaba dónde. Al pasar sobre el sardinel, la luz volvió parpadeando a los postes que demoraron unos segundos en encender por completo y con toda su intensidad. Brunela esperó a que se ilumine la calle.

A dónde escaparían fue lo último de lo que hablaron ella y su enamorado. Cualquier lugar de la selva estaría bien para Brunela. Nunca había ido y no conocía a nadie de cualquier ciudad de la selva. Él sugirió otro país. Brunela insistió que era una idea estúpida y nunca se decidieron por un lugar en concreto al cual escapar.

Al ver el buzón sin tapa apareciendo a unos metros de ella, en medio de la pista, tuvo un chispazo en la cabeza que le hizo pensar que esa sería una buena manera de esconderse, de escapar. Desaparecer. No metiéndose en el buzón y esperar años y años. Sino volviéndose invisible como el buzón sin tapa en medio de la oscuridad. Nadie sabe dónde está a simple vista. Buscarlo es peligroso. La única manera de encontrarlo es tropezar con él. Caerse. Incluso, si lo encuentras, tal vez no puedas salir.

Brunela cruzó la calle recién iluminada. El portero la dejó pasar mientras preguntaba, si ya se sentía mejor, sin conseguir respuesta. Subió corriendo las escaleras, sacó las llaves de su bolsillo y trató de no hacer ruido al entrar.

Por fin regresas, dijo su mamá al verla asomarse a la cocina. Josecito me ayudó a buscar las velas y a ponerlas sobre en la mesita. Se ven lindas, como estrellas, en medio del apagón. Luego le invité un cafecito y charlábamos que quieres ir a la selva.

Brunela ocultó su decepción con media sonrisa. Apagó las luces de la cocina intentando desaparecer, pero las velas seguían encendidas.

jueves, 23 de junio de 2011

El Descanso - Finalista del III concurso nacional de cuentos FELIZH



El Descanso

Por: César Palacios

Pseudónimo: Fox Mulder

“No tenía la más remota idea de dónde me hallaba
¿Qué sitio era aquel? Mis pupilas reflejaban las siluetas
de la multitud dirigiéndose a ninguna parte.”


Tokio Blues, Norwegian Wood – Haruki Murakami

En aquel momento, Eduardo solo podía oír las sirenas de los patrulleros acercándose desde el fondo de la calle, iluminados por el fuego que se elevaba y salía por las ventanas de El Descanso. Los escombros rodeaban y cubrían parte de su cuerpo, el polvo aceleraba su respiración mientras intentaba levantarse. Miraba alrededor sin saber bien por donde comenzar a buscar. Esa tarde de 1987 Eduardo hablaría con ella por última vez.

“Cuatro, dijo el Jaguar”, fueron las primeras palabras que Eduardo escuchó decir a Vanessa, seguidas de un “que tal inicio de puta madre”. Él estudiaba biología y química, o al menos lo intentaba sin mucho éxito ni notas dignas de admiración. Ella estaba en el comedor de la facultad de ciencias porque en el comedor que le correspondía la comida sabía a mierda. Vanessa almorzaba un plato de lomo saltado, mientras leía un libro en cuya portada había un perro encerrado en un marco rojo y cuyas letras amarillas anunciaban a un tal Mario. Eduardo siempre ocupaba la mesa que estaba al lado de la ventana que dejaba ver los geranios del jardín. Aquella tarde el comedor estaba ocupado por completo, y en su mesa había una chica leyendo un libro y que separaba los tomates, de las papas fritas, a un costado de su plato. No había otro sitio para sentarse ni, mucho menos, un lugar privilegiado para ver el jardín de la facultad. Al preguntar por un sitio disponible el encargado del comedor respondió que se siente en su sitio habitual, porque la chica había llegado sola y no parecía esperar a alguien. Eduardo se acercó a la mesa, donde estaba la chica que devoraba su libro y su almuerzo. Fue ella quien rompió el silencio. Se presentó como Vanessa y lo invitó a sentarse. Lo siguiente que supo de ella fue que quería tomar fotografías del vivero de la universidad. Lo siguiente que supo ella de él fue que era el encargado del vivero de la universidad. Conversaron durante todo el almuerzo, Eduardo sonreía con aire entendido cuando no tenía ni idea acerca de los libros de los que ella hablaba. Al despedirse, Eduardo le dejó una copia de la llave del vivero a Vanessa y una mirada de severidad, para hacerle entender que no sería responsabilidad suya cualquier acontecimiento que podría causar por aquella chica que minutos antes comentaba con voz en cuello, su librito de perros y jaguares.

Fue en el vivero donde volvió a encontrarla tomando fotos, y al que Vanessa había entrado con la llave que él mismo le había dado un día antes en el comedor. No la había visto en toda su vida pero, en esas veinticuatro horas, ya la había visto dos veces. Eduardo llegó a las cuatro y cuarto de la mañana para regar las plantas en el orden que lo había hecho durante el último año, las madreselvas, las aralias, el ciclamen, las marantas, el singonio, la violeta africana y sus favoritas, por su fama de indestructibles, y que dejaba para el último por su poca necesidad de agua, las sansevieras. Ella debió haber llegado por lo menos una hora antes para haber repetido el mismo proceso, en un orden desconocido, solo para darles un efecto de rocío matutino y brillo especial a esas plantas y flores crecidas en cautiverio. Vanessa le enseñaba las fotos a la hora del almuerzo en el comedor donde se conocieron y la comida no era tan mala. Eduardo hablaba sobre la fase luminosa y fase oscura de la fotosíntesis, y ella comentaba sobre la iluminación o los encuadres de la fotografía. Fue entre el comedor de ciencias y el vivero en que Vanessa Arroyo, se convirtió en Vanessita para él.

La noche iluminada por el fuego que escapaba por las ventanas de lo que quedaba de El Descanso se cerraba sobre Eduardo. Las sirenas que tardaban en llegar tanto como el verano, los gritos de la gente se diluían con el llanto, y el silencio que reinaba en lo que quedaba de El Descanso presagiaban lo peor. Él agitaba la cabeza y comenzaba a buscar entre las mesas partidas en pedazos que se incrustaban en todo lo que tuvieran cerca, cubiertos deformados podían adivinarse entre restos de la madera que cubría el techo del bar, en el cuál había dejado a Vanessa solo instantes antes tomando un chocolate, y del que salió para comprar unos cigarros en la bodega que estaba a la vuelta de la esquina de la calle del bar. Al regresar con la cajetilla de Marlboro, apenas doblaba la esquina, Eduardo escuchó con dificultad unos gritos adentro de El Descanso que no logró distinguir. Corrió hacia la entrada, vio las pintas del PCP frescas en la puerta, un sonido fuerte, estridente, ensordecedor, estremeció El Descanso. Un resplandor. Luego, todo se puso negro. Eduardo no vio su vida como una película en un segundo, ni tuvo ganas de huir, solo quería disculparse con Vanessa por lo que le dijo antes de abandonar la mesa para salir a comprar cigarrillos.

Eduardo se graduó de la universidad el mismo día en que Vanessa consiguió un puesto de trabajo como reportera en el diario El Comercio, con un sueldo que prometía que todo estaría mejor desde ese día. Él se sentía orgulloso de haber acabado la universidad, mientras Vanessa lo fastidiaba con ternura diciendo “bastante te has demorado, cariño, tus profesores casi comenzaron a estudiar la universidad contigo”. Eduardo agachaba un poco la cabeza para disimular su cara enrojecida y repetía convenciéndose a sí mismo que, este año, sería su año. De los dos. Eduardo comenzó a trabajar en un modesto colegio de Magdalena como profesor de biología. Vanessa viajaba a veces con un equipo de reporteros del periódico, trabajo que le daba unas comisiones importantes, sobre todo para una chica que tenía todos los caprichos cumplidos en casa y ni siquiera tenía la necesidad de trabajar.

Ese año, se celebraba el certamen de miss Universo en Lima y a Vanessa le ofrecieron la coordinación de la cobertura del evento. Eduardo nunca la había visto tan alegre desde que viajó por primera vez al extranjero con los reporteros del periódico. Esa mañana, Eduardo recuerda que ella llegó corriendo al cuarto, su cuarto de estudiante en el que seguía viviendo, tocó la puerta con una moneda hasta que rajó el vidrio y se lo contó todo con una impaciencia incontenible. Esta noticia no le hubiera causado tanto gusto si Vanessa no lo hubiera sorprendido con planes de vivir juntos a fin de año.

El certamen coincidió con las vacaciones de medio año de Eduardo, que aprovechó para buscar departamentos por toda la ciudad. Un día antes de que miss Universo se transmita por televisión, se reunieron los dos en El Descanso, Vanessa tomó un chocolate y Eduardo un café, los dos comieron galletitas con mermelada. Juntos fueron a ver aquel departamento con puertas anchas y perilla en medio, una cocina pequeña, una lavandería, una sala que ocupaba la mitad del departamento, y dos habitaciones; “Una la convertiremos en un cuarto oscuro” dijo Vanessa cuando Eduardo preguntó que harían con esa otra habitación; “haremos lo mismo que en la otra habitación, pero tenemos que tener cuidado de que, con el movimiento, nos caiga algo encima”. Vanessa pasaría la noche con Eduardo. Su cuarto estaba cerca de la avenida por donde pasaban los carros para el coliseo Amauta, había guardado su cámara, su ropa y carnet de prensa dos días antes del evento. El atardecer entraba por la ventana, que miraba al oeste, junto con la brisa marina. Vanessa estaba sentada sobre la cama, él, cerraba las cortinas. Al acercarse hacia donde estaba ella, Vanessa lo jaló de la correa, se la quitó de un tirón, bajó su pantalón e hizo que Eduardo se siente sobre la cama. Ella se puso de pie, desabrochó su blusa crema, el sujetador y la falda, los dejó caer al piso. Eduardo podía ver a contraluz esa figura delgada, sin senos prominentes pero suaves como algodón de azúcar, mientras sacaba su camisa. Eduardo notó por primera vez un lunar en su pie izquierdo, la tomó por la cintura, besó su cuello, su boca, sus senos, quitó su ropa interior con una mano, ella quitó la suya, mientras la otra mano reconocía el cuerpo de Vanessa como si fuera la primera vez. Con una mano Vanessa aferraba las uñas a la cintura de Eduardo, mordisqueaba su oreja y con la otra tomaba su pelo. Sus gemidos se perdieron con la noche, la bulla de los carros y un perro que ladraba en una azotea cercana.
En diciembre de 1982, Eduardo y Vanessa alquilaron su primer departamento, en enero del año siguiente ya vivían juntos, para cuando acabó el verano, pudieron comprarlo.

Esa tarde Vanessa había llegado de Ayacucho. Había hecho un reportaje sobre los últimos atentados ocurridos por Sendero luminoso, que empezaba a cobrar fuerza y se extendía con rapidez por todo el Perú. Eduardo la esperó en la sala de su departamento, adornándola con macetas de madreselvas que había podido encontrar en un mercado del centro. Cuando ella llegó, Eduardo notó un extraño cansancio en sus ojos, Vanessa prefirió no almorzar e irse a dormir. La tarde, Eduardo la pasó revisando unos exámenes, preparando la clase de la siguiente semana y ordenando la cocina que ninguno de los dos se atrevía a limpiar. Vanessa despertó a las siete y veinte de la noche, se bañó, se cambió, y le dijo a él que tenía mucha hambre. Salieron para tomar algo en El Descanso, en el camino ella estuvo callada y distraída. Ella pidió unas tostadas que devoró enseguida, y un chocolate. Él, solo un café.

Ayacucho es horrible, ¿sabes? – comenzó a decir ella.

Yo viajé con la universidad, pero hace mucho tiempo – respondió él – no era tan feo.

– La gente no sabe qué hacer – dijo ella sin entender la respuesta de Eduardo – y el ejército abusa de todos los pobladores.

– No hay muchas flores en…

– ¡Me estás escuchando! – Vanessa alzó la voz.

– Te escucho, pero ya cálmate – replicó Eduardo – es un grupo de terroristas, pero el ejército se encargará…

– No me estás escuchando, te digo que el ejército abusa de los pobladores, les roban la comida, violan a las mujeres, a las niñas – respondió Vanessa al ver la cara de desidia de Eduardo – el ejército solo empeorará las cosas.

Eduardo se quedó en silencio esperando que ella termine la conversación y hablen de lo que habían comenzado a hacer con su dormitorio. Cuando él iba a comenzar a hablar de la habitación y las ideas que tenía, Vanessa volvió a hablar.

– Cuando llegué, lo primero que me dijeron es que meses antes, los pobladores habían asesinado a unos periodistas pensando que sus cámaras eran armas, Eduardo, te das cuenta – lo miró directo a los ojos esperando una respuesta de apoyo, o por lo menos, una respuesta.

Eduardo siguió callado, esperando que Vanessa se calme, para poder hablar de algo menos atroz. Pero Vanessa solo lo llamaba Eduardo cuando algo la incomodaba, y esta vez lo decía con la voz más seria del mundo, y esto comenzó a molestarlo.

– A veces pienso que los de Sendero luminoso son solo pobladores que defienden sus derechos, pobladores de los que el estado nunca se ha acordado y que ahora quieren hacer justicia por su propia mano – Vanessa alzó la voz – y aún así nadie los escucha, y tienen que matar a sus familiares y a sus amigos para que alguien se acuerde de ellos…

Eduardo pensó que faltaba poco para que levante un puño y de vivas por la patria, que mejor se hubieran quedado en su departamento escribiendo en su habitación como lo hacían hace algún tiempo, y no tendría que soportar esta conversación.

– ¡Eduardo, dime algo, puta madre! – gritó Vanessa.

– ¡Qué quieres que te diga, carajo! – estalló Eduardo – ¿qué está bien que maten a la gente para que les hagan caso?, ¿Qué todos los del ejército son unos hijos de puta?, o ¿qué mi novia ha vuelto de Ayacucho convertida en una terruca?

Eduardo se puso de pie, dejó el café a medio terminar y salió para comprar cigarros. En la puerta, se topó con dos tipos que entraban a El Descanso con unas casacas de cuero enormes que los cubrían hasta sus rodillas. Uno de ellos tenía una expresión de furia en los ojos. Al verlo, Eduardo, no supo por qué, pensó en su novia. Salió del bar, revisó su dinero en el bolsillo del pantalón y dejó a Vanessa tomando chocolate en una mesa para dos.

Consiguieron los muebles de la sala a buen precio en una tienda del centro de Lima. Los estantes para los libros, Vanessa los trajo de su casa, de donde salió peleando con sus padres que nunca llamaron por teléfono ni visitaron el departamento. Eduardo adornó la amplia sala con macetas de singonios al lado de la ventana. La ambientación del cuarto oscuro para revelar las fotos que tomaba Vanessa les costó tanto como los sillones de la casa, la cama, la cocina y la mesa del comedor. No les alcanzó el dinero para comprar un televisor, y se conformaron con una radio Philips de una sola banda, que colocaron junto a las macetas en uno de los estantes de los libros. Pintaron la cocina, la sala, el comedor y la lavandería de color crema. El dormitorio, a pedido de Vanessa, lo pintaron completamente de blanco. Ella quería que las paredes de su habitación se parezcan a las hojas de un periódico. Al día siguiente, cuando acabó de secar la pintura, Vanessa tomó un plumón negro y escribió sobre la pared al lado de la cama: Eduardo, te quiero. Eduardo quiso dibujar unas flores para adornar la habitación, pero Vanessa le recordó que las hojas de un periódico no tenían dibujos, ni mucho menos a colores. Eran solo palabras escritas por la tinta negra de las imprentas. Eduardo tuvo que pensar toda la tarde para escribir algo al lado de lo que escribió Vanessa: Te quiero, como las violetas al sol.

Las paredes de su habitación comenzaron a llenarse de palabras cariñosas, desde unos simples “buenos días” que eran las favoritas de Eduardo que no gozaba de mucha imaginación, pero eran palabras rebosantes de cariño, hasta aquellas palabras con las que Vanessa hacía que él se pusiera a pensar durante horas, como cuando ella escribió: ¿Acaso quieres matarme? Tanto cariño hará explotar mi corazón.

Vanessa tenía más trabajo que nunca con el cambio de gobierno, Eduardo consiguió otro trabajo por las tardes, en otro colegio, y comenzaron a ahorrar para poder hacer un viaje a cualquier lugar donde puedan pasar unas merecidas vacaciones, Vanessa quería ir a Cartagena en Colombia, Eduardo, a Cusco. Las letras de pago del departamento se llevaban casi todo el dinero y la economía nacional comenzaba a generarle apuros no solo a ellos. El viaje tuvo que esperar. Vanessa aceptaba más trabajos con viajes que le generaban mayores ganancias, a veces viajaba por una semana, por dos, incluso un mes. Cuando volvía, encontraba en las paredes blancas, palabras negras escritas con plumón, con lapicero, con lápiz, de aliento: Somos un equipo, Vane. Te quiero. Al volver de uno de sus viajes a la sierra central encontró unas palabras gigantes en la pared sobre la cama: Cuatro, dijo el jaguar. Fue lo primero que escuché de ti. Gracias por todos estos años, feliz aniversario. Ella se pintó los labios de rojo, y rompiendo con la regla de no colocar colores en las paredes, besó la pared, dejando la marca de sus labios rojos.

Quemaduras de tercer grado en cara, brazo derecho, abdomen, espalda y piernas. Brazo izquierdo perdido por la explosión. Laceraciones profundas en la cara que comprometen la visión del ojo izquierdo. No presenta mejoras, y es probable que el estado de coma sea irreversible. Lo siento. Esas fueron todas las palabras que Eduardo recibió tres días después de la noche del atentado, donde encontró a Vanessa tirada en el piso con la ropa quemada y sin un brazo. Despertó, en una cama del hospital del seguro social, tres días después con moretones y cortes en todo el cuerpo. Se levantó de un salto, perdió el equilibro, mareado, llegó hasta la puerta y llamó a una enfermera. Una hora después, un doctor le explicaba lo que harían con ella durante los próximos días, acerca de las operaciones y los medicamentos, pero que era todo muy complicado. Eduardo volvió a su habitación, se hecho en la cama boca abajo, dejó la gelatina y el pan de la cena a un lado y lloró hasta el amanecer.

Vanessa estuvo en el hospital sin despertar por seis meses. Eduardo iba todos los días a verla, los viernes y sábados dormía en un colchón viejo al lado de su cama. Extrañaba su voz, el sonido de su cámara fotográfica, sus manos suaves de las que no quedaban más que jirones de piel duros al tacto. Quería volver a escribir con ella en las paredes, preguntarle por qué había puesto esa marca roja, tomar chocolate y café y galletitas con mermelada. A veces soñaba con ella, hablaban, se abrazaban en aquella habitación, rodeados de palabras. Ella escribía con un plumón en la pared: “Tranquilo, Eduardo, es solo un pequeño descanso. Una siesta”. Este sueño calmaba a Eduardo hasta que el ruido de la sala de emergencias, que estaba cruzando el pasillo, lo arrancaba de su sueño y lo devolvía a su mundo real, dónde la muerte se mezclaba con la vida y parecía nunca tener fin.

El dinero ahorrado se acababa y un doctor recomendó a Eduardo que llevara a Vanessa a casa, que ya habían intentado bastante y no obtenían ningún resultado favorable. El doctor le habló acerca de calidad de vida y que no gastaría tanto en casa, que un doctor podría ir una vez cada quince día para monitorearla, pero que ya no se podría hacer nada más. Cuando Eduardo preguntó al doctor si habría alguna posibilidad de que Vanessa despertara, por más remota que esta fuera, el doctor mintió diciéndole que había alguna, pero muy pequeña. Eduardo pensó que si sucedería, sería mejor que fuera en casa, en esa habitación de paredes blancas con palabras negras.

Trasladaron a Vanessa al departamento apenas terminó aquel verano. El departamento parecía detenido en el tiempo, empolvado, con los platos acumulados de algunos días, las madreselvas marchitas al lado de la ventana y de los libros apolillados. Ella ocupaba la habitación, mientras que él dormía en el sofá de la sala, trabajaba todo el día y regresaba por las noches a la habitación donde estaba Vanessa a ver si ya había despertado. Un día tuvo miedo de que Vanessa despierte cuando él no esté en casa, desde entonces Eduardo pasaba las noches escribiendo siempre con plumones o lapiceros negros. Mientras trabajaba, por las mañanas, Eduardo extrañaba cada vez más a Vanessa cuya figura y rostro se perdían con el tiempo. Pensaba en aquel viaje que nunca hicieron, en la noche que decidieron vivir juntos e hicieron el amor hasta el amanecer, las plantas del vivero donde Vanessa tomaba aquellas fotografías que ahora esperaban en un cajón en aquel cuarto oscuro de su departamento. Eduardo escribía en las paredes sin falta: “En Cartagena las playas tienen olas muy pequeñas, Vane, cuando despiertes las podremos ver” , “Hoy me pareció que las madreselvas de la sala volverán a florecer dentro de poco, te prometo no dejar de regarlas”, “Hoy estuve ordenando tus libros, encontré ese libro que leías cuando te conocí, comencé a leerlo. Bien pendejo el Jaguar, ¿no?”. Las paredes dejaban de ser blancas, y Eduardo comenzó a escribir sobre lo que había escrito, y luego sobre lo que había escrito. “Hoy me despidieron del colegio de Magdalena porque castigué a dos alumnos que hablaban de Sendero luminoso, pero no te preocupes, conseguiré otro trabajo, esta semana tendré un descanso”. Eduardo no consiguió otro trabajo por las mañanas, y ocupaba ese tiempo escribiendo sobre las paredes. Casi no dormía y siempre esperaba a que Vanessa abriera los ojos. Las paredes perdieron su color original, y cuando estuvieron cubiertas de tinta, Eduardo tomó un lapicero blanco, y volvió a empezar.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Los que me quieren (Titulares y suplentes - Bisagra editores)

Los que me quieren

Por: César Palacios

El amor, la peor de las guerras”
Pelo Madueño

El matrimonio es difícil. Hay que aprender a sobrellevar la rutina y a manejar el tedio. Olvidar y seguir para adelante. Es la base de los matrimonios duraderos. Sobre todo en un país como Holanda, donde llegué hace muchos años con el ser que he amado casi toda la vida y cagándome de miedo. Lima nos comenzaba a asfixiar.

Apremiaba el tiempo y había que enviar las invitaciones. Seleccionar amigos, invitar familiares, comprar la torta.

- ¿Enviaste la invitación?- preguntó él.

- Sí, aunque no creo que venga – respondí, sin mirarlo, buscando el llavero dentro de la casaca negra que estaba sobre una de las sillas del comedor.

- Es natural, yo tampoco lo haría – me dijo.

***

Amigos, algunos nunca te harían daño. Los años universitarios son donde los consolidas más, y donde creo, tarde o temprano, tu futuro se define. Y es que conocí a Pamela en la universidad. El chino me la presentó. Casi me friega la vida el chino maricón.

Aún ahora, después de tantos años, no puedo sacar su delgada e intelectual figura de modelito de biblioteca de mis sueños. Ni siquiera de los húmedos.

Al poco tiempo de conocerla, ya nos veíamos muy seguido. Las casualidades, cuando uno está enamorado como un baboso, te la ponen facilita.

En ese entonces, no conocía mucho de mujeres, y no le di importancia al hecho de que sus amigas no le hablen cuando pasaba el tiempo conmigo, ni un saludo casual. Nada. Debía ser yo - obvio - porque ellas paraban de un lado a otro, juntitas, murmurando quien sabe qué sobre la ropa de las demás, hasta que me entrometía con un “hola, chicas” y me inspeccionaban de pies a cabeza. Solo Pamelita no se apartaba de mí, como cualquiera lo haría de una prostituta leprosa.

Un día, me quitó el libro que llevaba en las manos y preguntó:

- ¿Qué lees?

- Eh…“Pudor” de Roncayulo – respondí yo, mirando a una de sus amigas, buscando la aprobación de ese par de estúpidas y alzando la cabeza. Orgulloso de mí libro recién robado.

- Que papi que está Roncayulo – dijo Pamelita, haciendo que vuelva la vista.

Respondí que sí para seguirle el juego.

Sus risas de efecto retardado fueron lo único que callaron las quejas de sus amigas que se fueron sin decir adiós. Mejor, así nos quedábamos los dos solos, pero llegó el chino, con su cara de baboso, nos saludó y le preguntó a Pamela: ¿nos vamos? No lo sabía, pero Pamela y el chino eran casi vecinos, o algo así me dijo el chino. Ella nunca lo confirmó, tampoco se lo pregunté. Yo vivía en un pequeño cuarto del segundo piso de una casa con vista a la espalda del segundo pabellón de la universidad.

Recién entiendo porque, cada vez que salíamos de la universidad, Pamela se iba con el chino caminando por la misma ruta a tomar combis diferentes. Hablaban durante horas sobre chicos y chicas, temas del amor, y alguna vez pensé que hablaban sobre mí. Yo me quedaba frente a la universidad fumando un Marlboro.

En los tiempos libres solíamos hablar hasta que se nos pasen las ganas de ir a clases. Nadie interrumpía, y sus amigas de seguro ni lo pensaron. A veces almorzábamos juntos, pero ese ritual no duró mucho, no por ella, que le gustaban mis chistes mientras comíamos, sino por mí, que no quería volver a vaciarle café en alguna otra blusa blanca, y nueva todavía. No ayudaría mucho.

Algo que tampoco volví a hacer fue invitarla a mi cuarto. La primera vez que entró me dijo que parecía una gran camioneta, lo dijo por su tamaño, cuatro por cuatro. Era raro que Pamela haga bromas, casi siempre atinaba solo a reír como un gatito. No preguntó por el color rosado de las paredes que empezaban a descascararse, pero se lo aclaré porque apenas cruzó la puerta levantó las cejas como sorprendida: “era el cuarto de la bebita de la dueña, cuando me lo alquilaron aún estaba la cuna”. No me molestaba, además pasaba casi todo el día en la universidad.

Un martes, que pudo haber sido trece, el chino enfermó. Siempre le dije que el asma podría complicarse si seguía fumando como si estuviera en quiebra. Nunca hace caso, y esa fue la oportunidad perfecta para mí. No lo vimos casi una semana, y no pude negarme al pedido de Pamelita de que la acompañe a su casa, ¡cómo hacerlo ante esa carita de tristeza!

Al no conocer la ciudad, me empecé a preocupar cuando la combi había pasado ese puente donde se suicidan a cada rato y está a más de una hora de la universidad. Esa noche regresé en un taxi que me cobró más de la cuenta.

Supongo que era bastante obvio y hasta huachafo cada vez que escribía su nombre dentro de un corazoncito, en los bordes de mi cuaderno verde, el de las figuritas de Mafalda. Nunca imaginé que eso sería lo más cercano que estaría de su corazón. Tiempo después, quién lo diría, logré estar un poco más cerca. Y me puse más cursi aún. Purpurina de colorcitos brillantes, que no solo estaban en las últimas hojas, poco a poco fueron poblando los bordes de todas las hojas. Envolviendo mis apuntes, al lado de Manolito, debajo de Felipe y hasta en el caparazón de burocracia, la tortuga.

“Los ángeles no tienen espalda, pero tienen escote”, me dijo el chino cuando le confié el secreto de mi gusto por Pamelita Melgar. Mi cuaderno verde lo constató. Aunque no estoy convencido de que ese sea su apellido (ni que los ángeles tengan apellido), ni de que el chino haya pensado en esa frase tan idiota sin haber visto a Pamela acercarse a unos veinte metros en dirección nuestra, con un polo que obviamente no tenía alas.

-¿Qué hacen?- dijo Pamela acomodándose un mechón de su cabello negro y largo debajo de la oreja izquierda, antes de sentarse en nuestra mesa del comedor.

Yo traté de esconder mi cuaderno con un juego de manos bastante torpe. Solo logré que se cayera al suelo junto a sus pies que llevaban zapatillas de colores diferentes, una roja y la otra negra. Pamela se agachó a recogerlo, el chino sonrió como un imbécil (siempre hacía todo como un imbécil) y yo trate de mentir: No es nada, son mis apuntes de… Antes de decir “química orgánica” y apenas agachado para recoger mi cuaderno, ella lo levantó.

- A ver – dijo, abriendo por la mitad el cuaderno verde – Me gusta Mafalda - lo observó despacio, como si estuviera traduciendo lo que leía. No levantaba la mirada, pasaba las hojas, una por una, hacia adelante, luego hacia atrás.

Yo no dije nada, pero el chino sí:

-Vámonos, Pame, ya es tarde y tenemos clases.

La tomó del brazo y la llevó hacía la puerta. Mientras que ella dejaba caer el cuaderno verde al suelo.

Yo me quedé sentado con la comida fría y la cuenta del chino. Mirando como desaparecían sus siluetas entre los alumnos que entraban a los salones. Saqué un billete de diez soles del bolsillo, pero pensándolo bien, aguardé a que se distrajera la chica de la caja y salí con prisa sin mirar atrás. En el suelo quedaba el cuaderno verde abierto, dejando ver a Mafalda, con casco, metralleta, una caja de granadas y cartuchos de dinamita, diciendo: “Oh, cuán floreciente época vivimos”.

Fue la última vez que Pamela me habló. Que haya visto mi cuaderno verde, donde estaban mis secretos y donde pudo ver su nombre, supongo que tuvo que ver mucho con eso. Una semana después la vi caminando con el chino, recuerdo que deformé la cara como si pediría permiso con urgencia para ir al baño.

La escena que sigue a continuación es innecesaria. Embarazosa. Describirla sería un desperdicio de tiempo y espacio. Mala literatura. Ya se sabe: la persona de la que estabas huevonamente enamorado caminando con quien consideras más que tu mejor amigo. Luego, lo previsible: nos quedamos ahí, los tres. Se podían oír nuestros latidos sincopados.

***

Esta noche he salido tarde para entregar las invitaciones de mi boda, tengo muchos amigos en Ámsterdam y creo que sí podrán venir. Vivo en Waemoestraat ciento cuarenta y uno. Es una de las calles donde comienza la Zona Roja, o como le dicen acá De Wallen, entre el hotel Krasnopolsky y miles de tiendas de condones.

Llego a la confitería De Bakkerswin para pagar el envío de la torta con un muñequito mío sobre el tercer piso de chocolate, luego cruzo la calle para tomar un café en Geels. Se puede escuchar la música del Tango, un bar de argentinos y lo más cerca que puedo estar de casa. Tengo que llegar a la capilla de San Pedro.

Todavía me sorprende cómo las casualidades son graciosas, y la manera de cómo tu destino se arma como un rompecabezas desquiciado. Ahora pienso en todo eso, cuando el chino me pregunta por el celular si ha sido prudente invitar a Pamela a nuestra boda.

La capilla está a la derecha del museo de Ámsterdam y al frente de la caseta de información sobre prostitutas. Es lo genial de Holanda. Tal vez hasta adoptemos un hijo. O dos.

lunes, 28 de febrero de 2011

El té de la tarde (cuento 2° puesto Feria del libro zona Huancayo)

El té de la tarde
Por: César Palacios

Luego de perder su último trabajo, Pilar caminaba con sus ahorros en el bolsillo buscando un lugar dónde desayunar. Las mañanas eran frías en Valencia, la navidad de 1955 aún se respiraba en enero, por las calles y tiendas se lucían adornos gastados y maltratados por la lluvia. Pilar entró a una cafetería de la calle Teruel. Cinco meses después, tomaría desayuno por última vez en el mismo lugar. Las mismas tostadas con mantequilla y un café con leche.

El primer mes le resulto sencillo sobrevivir. Encontró un cuarto barato en la misma calle Teruel, el desayuno en la cafetería costaba unos centavos y nunca se imaginó que se le haría tan difícil encontrar trabajo. Los días pasaban rápidos entre recorrer las casas, tiendas y mercados, donde buscaba alguna ocupación temporal que nunca llegó a encontrar. Fue en una de esas largas caminatas por el centro de Valencia que se encontró con su patrón anterior. Él era un charcutero famoso en la ciudad, junto con su esposa habían logrado una considerable fortuna que se acrecentaba cada día. Hasta que murió su esposa. Pilar fue testigo privilegiado de la desgracia de aquella familia.

Pilar trabajó en la casa de los charcuteros Villanova Pascual desde 1950. Era buena en las tareas del hogar a pesar de su corta edad. El patrón era amable con ella, le daba dos o tres días libres adicionales, a diferencia de las empleadas de los vecinos, porque no tenían hijos que cuidar. Los fines de semanas se dedicaban solo a revisar las cuentas semanales de la charcutería. Los pocos sábados o domingos que necesitaban de los servicios de Pilar solían ser cenas recatadas y austeras para unos pocos amigos de la familia. A Pilar le gustaban estas reuniones, el patrón se ponía su traje de gala, la cena era deliciosa y la invitaban a sentarse con los invitados. Pilar se sintió avergonzada la primera vez que le pidieron que se quede a cenar en el comedor, pero era joven, hermosa, su sitio estaba con los invitados y no en la cocina.

La esposa del patrón no era tan amable como él. Le daba tareas de jardinería en la madrugada, era exquisita con la manera en que se debe lavar la ropa y a veces le pedía ayuda para los mandados de la charcutería. El patrón, el señor Enrique Villanova, solía librarla de esos quehaceres con la excusa de que debería hacerlo un experto en jardinería, o alguien que envíe los paquetes de la charcutería. Pilar pensó que la señora estaba en su contra, que estaba comenzando a ser una molestia.
Pilar quería tener una casa como esa, un negocio tan próspero como la charcutería Villanova y sobretodo un esposo como el señor Enrique. No deseaba ser una chacha toda su vida. Solo había una manera de conseguirlo.

Pilar desayunaba en la cafetería de la calle Teruel, que frecuentaba todos los días desde que perdió su empleo en la charcutería. Estaba desempleada hace tres meses y los ahorros que le quedaron luego de su último trabajo ya estaban viendo el fondo de la caja donde estaban guardados. En esta cafetería se juntaban otras empleadas, con las que compartía el tiempo, charlaban, se reían. Una mañana conoció a Amanda, empleada de la calle Isabel la católica. No solo tomaban café con leche por las mañanas, también solían caminar juntas por la playa y esperar que algún sujeto agradable entre a la cafetería y se enamore de ellas. En marzo de ese año los ahorros de Pilar estaban por acabarse. Le contó a Amanda que estaba pasando por una crisis, que le debía un mes al dueño del cuarto donde estaba viviendo y que necesitaba trabajar lo más pronto posible.

Amanda era cocinera en la casa de los Berenguer desde hace seis años y siempre, en esa casa, había dos empleadas. Una cocinera y otra encargada de los demás trabajos hogareños como barrer o regar el jardín del frente. La última empleada, compañera de Amanda, había tenido un hijo y se mudó con su familia a otra ciudad. Amanda convenció a Pilar para que fuera esa misma tarde a conocer a la familia Berenguer y postular para el puesto que necesitaba. Luego de almorzar, Pilar se alistó con la ropa de trabajo de la casa anterior y en el bolsillo de su delantal encontró un tubo de ensayo con trocitos de su pasado. Era algo de Diluvión, un hormiguicida que usó a menudo en la casa donde trabajó hace tres meses. La mañana de la entrevista, en la cafetería de la calle Teruel, se encontró con Amanda, caminaron por la plaza del Marqués, antes de entrar a la calle Isabel la católica. La casa estaba al final de la primera cuadra, Amanda abrió la puerta, cruzaron el jardín de dalias y siemprevivas hasta la sala. Amanda subió las escaleras hasta la habitación de Manuel Berenguer. Pilar se quiso sentar en el sofá que estaba al lado de la chimenea, pero la detuvo una repisa con condecoraciones del hospital general de Valencia. Atrás de la medalla había un espejo que aprovechó Pilar para peinarse. Era una joven atractiva, piel lozana y ojos marrones como café bien cargado. En el reflejo, Amanda y un señor en terno bajaban las escaleras. Pilar volteó con prisa, saludó con una reverencia y se acercó hacia Manuel Berenguer. El señor Berenguer solo hizo preguntas sobre la experiencia que tenía en las tareas del hogar, si sabía de jardinería y si era católica. Con las recomendaciones de Amanda, el señor y señora Berenguer contrataron a Pilar.
Pilar recogió las pocas cosas del cuarto donde vivía, con lo último de sus ahorros pagó el mes que debía y ese fin de semana se instaló en la casa de los Berenguer. Mudarse a la casa de los charcuteros Villanova Pascual le fue más difícil que a la de los Berenguer, no sabía que ropa elegir y tuvo que comprar una cama nueva. No conocía esa parte de la ciudad, por primera vez se deslumbró con las piletas de la plaza del Marqués, con la iglesia del sagrado corazón y el cine Babel en la calle Beniparrel. El señor Enrique Villanova la recibió en la puerta de la casa, la hizo entrar hasta la sala donde tenía macetas de dalias, la acompañó hasta su cuarto y cargó la maleta. El señor Enrique le enseñó todas las habitaciones de la casa, le explicó las tareas que debía realizar y los horarios de almuerzo y cena, los señores desayunaban en la charcutería. Para Pilar le fue sencillo adaptarse a su nueva vida, trabajar entre casas con jardines tan grandes y los primeros automóviles de la ciudad. Los primeros años se fueron sin problemas, hasta que la señora Villanova Pascual le pidió ayuda en la charcutería. El señor Enrique había viajado y Pilar no sabía lo que era ayudar en la charcutería. La señora envió a Pilar a recoger el papel para envolver la carne y a cobrar a unas cafeterías y restaurantes de la calle Teruel. Pilar regresó cuando las fuentes de la plaza dejaban ver sus crestas de agua. Toda la semana que el señor Enrique estuvo fuera de casa Pilar tuvo que hacer mandados, barrer la charcutería y limpiar la trastienda. En la casa tenía que lavar la ropa, preparar la comida y cuidar las flores. Cuando regresó el señor Enrique contrató a una persona que haga los mandados y a un jardinero. Pilar se pudo dedicar a las tareas del hogar. La señora Villanova ordenaba a Pilar que ayude al jardinero, y por órdenes del señor, el jardinero no le daba tareas mayores a Pilar.

Pilar aprendía sobre jardinería, como proteger a las macetas de las hormigas, cortar las hojas secas de las rosas y limpiar las hojas de los cartuchos con un poco de leche tibia. El señor Enrique invitaba a Pilar a pasar los fines de semana en la casa y con sus amistades, a diferencia de las empleadas de las casas vecinas que pasaban los sábados y domingos con sus familias o en un hotel cercano para que puedan ubicarlas si las necesitaban con urgencia. Fue entonces que la señora Villanova comenzaba a gritar por todo y Pilar a soñar con el señor Enrique.

Una mañana la señora Villanova enfermó. Los médicos no sabían que era lo que tenía, le tomaban muestras de sangre, escuchaban sus latidos y limitaron su comida. La primera semana la señora Villanova no se podía levantar por un dolor en las piernas. Los doctores le recetaron una medicina que debía tomarla por las noches junto con el té. Pilar se lo llevaba a la hora indicada, si no lo hacía la señora daba gritos y se quejaba con el señor Enrique. Pilar no quería quedar mal con su patrón y preparaba el té con mucho cuidado, echándole las gotas exactas y un toque especial de sabor que había aprendido semanas atrás. La señora tomaba su té todas las noches, Pilar la acompañaba a pesar de sus gritos y el señor Enrique pasaba menos tiempo en el trabajo y buscaba a los mejores médicos de Valencia. En pocos días la señora empeoró, dormía cuatro o cinco horas más y necesitaba ayuda para tomar el té de las noches. Pilar preparaba el té cada noche con cuidado y con pequeños trocitos de Diluvión, un hormiguicida que tenía una pequeña cantidad de arsénico. Estaba dando resultado, la señora empeoraba cada día, cuando muera el señor Enrique se quedaría solo, y Pilar podría tomar el lugar que merecía en esa casa.

Los doctores vieron por conveniente que la señora Villanova fuera internada en el hospital de Valencia, uno de los médicos más reconocidos, el doctor Berenguer, iba a revisar el caso de la señora Villanova. Cuando Pilar se enteró de la decisión del señor Enrique, aumentó la dosis de Diluvión. Sacó de la jardinería un tubo de ensayo lleno del hormiguicida y lo puso todo dando golpecitos al fondo del tubo. Esta última dosis fue mortal. Antes de que amanezca la señora Villanova perdió la vista, luego no podía mover las piernas y al final murió dando convulsiones.
El señor Enrique vendió la charcutería, la casa y planificó unos viajes que jamás pudo concretar. Pilar fue despedida y por esos cinco años de servicio recibió cinco meses de sueldo. Tuvo que salir de la casa y vender sus pocas pertenencias.

Pilar pasaba mucho tiempo en la sala donde conoció al señor Manuel Berenguer, limpiaba las condecoraciones del hospital de Valencia y aprendía a tejer con la señora Liliana. Todos los domingos iban a las seis de la mañana a misa en la iglesia de la plaza del marqués. A Pilar le parecía que su vida comenzaba de nuevo. Podría trabajar ahí mientras esperaba en la cafetería, junto con Amanda, que un hombre apuesto llegue a su vida. Pilar pensaba que debería casarse con un hombre amable, próspero, quizás un médico, como el señor Berenguer.

domingo, 30 de enero de 2011

The mushrooms



Son las 3:10am y tengo, por fin, algo sobre que escribir otra vez. Luego de una noche barranquina de blues, unas cervezas heladas como un verano inútil que se acaba todos los días y todos los cigarros atrasados cerca al mar, se vuelven todas las cursilerías enredadas y no dichas en un amanecer que de seguro no voy a ver, aunque quisiera. La laptop reproduce a regañadientes canciones en japonés que no entiendo y no quiero entender, para poder interpretarlas como me da la gana: hinai nina shireisu kini, no sé que mierda significa y puedo creer que habla sobre un amor imposible, sobre un pingüino llamado Green o una noche sin sentido de discoteca en la que un chico baila toda la noche con una desconocida para olvidar a su amor imposible llamado Green. Se me viene a la cabeza una definición de beso: ¿qué es un beso? es una promesa dicha de más cerca, es respirar dos con un solo corazón, un secreto que confunde el oído con la boca, bla bla bla... y es por esto señoras y señores que soy el eterno buena gente, que escribo en paredes lo que no me animo a decir ni siquiera entre dientes o con cuatro cervezas y un whiskey encima, porque ahora envio un sms atrevido de esperanzas, sin saber tal vez la respuesta. Acabo de recordar que he olvidado, o que estoy olvidando recordar, en tal caso - vaso - soy más feliz que antes. Espero, como siempre, no ahogarme en este vaso lleno de angustia, lleno de soledad que desespera, de incomodidad con el mundo, lleno de margaritas de mantel y aire que ha sido respirado por otros. También espero a mañana, con ansias, temblando, con miedo y miedo de verdad, por no saber que hacer, que hacer y que decir, que decir y que no decir, lo que sì sè es que no debo escribir las redundancias de siempre de los amateurs de siempre porque estoy en completo estado de sobriedad y no parece, y me caigo y me tropiezo con la mesita de la entrada. El blues me retumba en la cabeza, y dirigo al ritmo de unchain my heart de Ray Charles, que te querré hasta que la musica acabe, y como el silencio también es música, te querré eternamente. No sé a que viene, en realidad sí, pero estoy... estoy...
Avanzada la noche, tocan los mushrooms, el grupo de mi amigo el chino a los cuales por fin voy a escuchar, y aplaudir y, por supuesto, criticar sutílmente. Seis canciones con ensamble de saxo, trompeta y toda la rítmica necesaria, un acople insoportable y volumen suficiente para que no haya sido necesario salir a escucharlos. Muevo la cabeza y los pies al ritmo de la solitaria música mientras que todos en el bar bailan y se regocijan en la seguridad de la compañía. Y sigo esperando, con miedo por ver que es lo que sucederá al día siguiente, cuando pasen las horas. Y tengo sueño es algo acerca de lo que nadie quiere leer, ni escribir, porque siempre es demasiado el sueño de la espera, porque sigo esperando. Estoy...

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Como un cuento de Ribeyro


Es una lástima que no estés conmigo
cuando miro el reloj y son las seis.
Podrías acercarte de sorpresa
y decirme "¿Qué tal?" y quedaríamos
yo con la mancha roja de tus labios
tú con el tizne azul de mi carbónico
Mario Benedetti

Hoy amaneció nublado, sin sol, y el cielo con esa extraña manía de llorar por todo. El desayuno de siempre se pasa por el tubo de siempre, se lava el plato y la taza, luego se guarda en el lugar de siempre. El televisor muestra a la misma presentadora de noticias con el mismo corte de cabello y los mismos problemas nacionales. Dos candidatos a presidente no quieren debatir por miedo a demostrar su ignoracia; alguien se salva de morir no sé cómo, no sé dónde; y comerciales. La mañana en que te dije "buen viaje" me sentí como perdido, como Hércules ante su primera prueba para ser un héroe. El secreto de sus ojos, gran película para un martes por la mañana encerrado entre cuatro paredes, que si hablaran... Yogurt, café, pan con queso y jamón.
Te espero, con aquella canción que habla de soñar contigo y angustias no resueltas. Soñar no cuesta nada. Ps3 y esperar. Un par de viejas locas hacen brotar espontaneas risas a pesar de haber leído "Cuando no sea más que sombra" con anterioridad. Sé que son de la colección de Silvio en el Rosedal, pero lo leo con unos cigarros en la boca, y tú, ausente por tiempo indefinido.
La tarde y la noche se pierden en la nada y duran lo que tarda en llegar, otra vez, el nuevo día, en volver a preparar el desayuno, el yogurt, el café, el pan con queso y jamón, los intentos con la Ps3, la película que toca.
Esta noche no he dormido, no sé si es porque te esperaba o por el insomnio. En cualquiera de los dos casos, el café tiene la culpa. Por la noche, me alisto, quedo con mi hermano y un amigo para caer en nuestras pulsiones ludopáticas. Me alisto para salir, casaca para la lluvia y dos monedas para las apuestas. Un Marlboro para el camino. Llego. Juego. Pierdo. Vuelvo. Espero. El mensaje llega a las 5:35am al son de los embajarodes criollos y un ahí ahí en la radio que quedó encendida toda la noche y me acompaña a la fuerza por no poder moverse. El insomnio se va, pongo algo del sueño bajo la cama y otro poco lo dejo entre las sábanas. Me levanto no sé bien por qué, voy al baño, apago la radio y enciedo la tv. El sol ha salido. Ha llegado.
Despierto a todos en la casa con mis tempranísimos andares en sandalias, con el jugo de papaya, con la estática del estabilizador del reuter y esas cosas que hago cuando estoy de buen humor y creo que han encontrado al abominable hombre de las nieves en La Oroya o si viera a Don Diego Santos de Molina liarse a golpes con un Gavilán en la chingana que está frente a mi casa.
Son dos gatos la escusa perfecta para irrumpir en tu mañana, acercarme, verte, sentirte, besarte quizás. Y solo puedo jugar con las posibilidades, serán pequeñas gatitas romanas, ojos verdes, ojos azules, ojos como los tuyos puestos en exhibición tras vidrios que tornan verde, como ojos de gato, la luz del sol. Tocaré la puerta o el timbre y nadie abrirá la puerta. Como un final efectista, todo será un sueño y nunca habré escrito nada, ni leído nada, ni jugado nada. Entraré a la sala bajo el anacrónico árbol de ciruelas que da frutos cuando quiere y nos regala sus flores como pequeños huesitos de papel solo en noviembre, por esos días en que no puedes verlas; y pasaré a esa estancia dividida en dos: sala-bodeguita, y contemplaré tus lentes que resbalan por tu nariz e intentaré acomodarlos sin que agaches la cabeza para poder averiguar, de una buena vez, si es que te molesta que lo haga. Tomarás un gato entre los brazos como se toma a un bebé, y lo acariciarás con la delicadeza de quien limpia y protege de rayaduras un disco de vinilo, tomaré tu mano y me dirás su nombre: Macarena. Tal vez salgas con el segundo gato en brazos hacia el pórtico y no pasaremos por el pequeño jardín que, con la compañia adecuada, podría convertirse en el Rosedal. Hablarás de tu último viaje, yo hablaré de los románticos y desopilantes capítulos de los Simpsons que he visto con tanto tiempo libre, me dirás el nombre del gato: Cleopatra. Tocaré y tu papá o tu mamá me dirán que estás dormida, o que espere, o que simplemente no estás. Me esperarás en la puerta, correré a por tí y sin que te des cuenta te abrazaré furtivamente. Me meterás terror. Saldrás y preguntarás ¿quien eres?, No nos han presentado todavía, pero soy tu enamorado, mucho gusto...¿cómo te llamas?. Y será lo más idiota que he pensado jamás. Luego pensaré en "La señorita Fabiola".
Te veré, saldrás y Cleopatra y Macarena nos verán extrañadas desde el alfeizar, o desde tu cuarto, o desde el ciruelo cuando te diga que te quiero y tu respondas.