miércoles, 9 de marzo de 2011

Los que me quieren (Titulares y suplentes - Bisagra editores)

Los que me quieren

Por: César Palacios

El amor, la peor de las guerras”
Pelo Madueño

El matrimonio es difícil. Hay que aprender a sobrellevar la rutina y a manejar el tedio. Olvidar y seguir para adelante. Es la base de los matrimonios duraderos. Sobre todo en un país como Holanda, donde llegué hace muchos años con el ser que he amado casi toda la vida y cagándome de miedo. Lima nos comenzaba a asfixiar.

Apremiaba el tiempo y había que enviar las invitaciones. Seleccionar amigos, invitar familiares, comprar la torta.

- ¿Enviaste la invitación?- preguntó él.

- Sí, aunque no creo que venga – respondí, sin mirarlo, buscando el llavero dentro de la casaca negra que estaba sobre una de las sillas del comedor.

- Es natural, yo tampoco lo haría – me dijo.

***

Amigos, algunos nunca te harían daño. Los años universitarios son donde los consolidas más, y donde creo, tarde o temprano, tu futuro se define. Y es que conocí a Pamela en la universidad. El chino me la presentó. Casi me friega la vida el chino maricón.

Aún ahora, después de tantos años, no puedo sacar su delgada e intelectual figura de modelito de biblioteca de mis sueños. Ni siquiera de los húmedos.

Al poco tiempo de conocerla, ya nos veíamos muy seguido. Las casualidades, cuando uno está enamorado como un baboso, te la ponen facilita.

En ese entonces, no conocía mucho de mujeres, y no le di importancia al hecho de que sus amigas no le hablen cuando pasaba el tiempo conmigo, ni un saludo casual. Nada. Debía ser yo - obvio - porque ellas paraban de un lado a otro, juntitas, murmurando quien sabe qué sobre la ropa de las demás, hasta que me entrometía con un “hola, chicas” y me inspeccionaban de pies a cabeza. Solo Pamelita no se apartaba de mí, como cualquiera lo haría de una prostituta leprosa.

Un día, me quitó el libro que llevaba en las manos y preguntó:

- ¿Qué lees?

- Eh…“Pudor” de Roncayulo – respondí yo, mirando a una de sus amigas, buscando la aprobación de ese par de estúpidas y alzando la cabeza. Orgulloso de mí libro recién robado.

- Que papi que está Roncayulo – dijo Pamelita, haciendo que vuelva la vista.

Respondí que sí para seguirle el juego.

Sus risas de efecto retardado fueron lo único que callaron las quejas de sus amigas que se fueron sin decir adiós. Mejor, así nos quedábamos los dos solos, pero llegó el chino, con su cara de baboso, nos saludó y le preguntó a Pamela: ¿nos vamos? No lo sabía, pero Pamela y el chino eran casi vecinos, o algo así me dijo el chino. Ella nunca lo confirmó, tampoco se lo pregunté. Yo vivía en un pequeño cuarto del segundo piso de una casa con vista a la espalda del segundo pabellón de la universidad.

Recién entiendo porque, cada vez que salíamos de la universidad, Pamela se iba con el chino caminando por la misma ruta a tomar combis diferentes. Hablaban durante horas sobre chicos y chicas, temas del amor, y alguna vez pensé que hablaban sobre mí. Yo me quedaba frente a la universidad fumando un Marlboro.

En los tiempos libres solíamos hablar hasta que se nos pasen las ganas de ir a clases. Nadie interrumpía, y sus amigas de seguro ni lo pensaron. A veces almorzábamos juntos, pero ese ritual no duró mucho, no por ella, que le gustaban mis chistes mientras comíamos, sino por mí, que no quería volver a vaciarle café en alguna otra blusa blanca, y nueva todavía. No ayudaría mucho.

Algo que tampoco volví a hacer fue invitarla a mi cuarto. La primera vez que entró me dijo que parecía una gran camioneta, lo dijo por su tamaño, cuatro por cuatro. Era raro que Pamela haga bromas, casi siempre atinaba solo a reír como un gatito. No preguntó por el color rosado de las paredes que empezaban a descascararse, pero se lo aclaré porque apenas cruzó la puerta levantó las cejas como sorprendida: “era el cuarto de la bebita de la dueña, cuando me lo alquilaron aún estaba la cuna”. No me molestaba, además pasaba casi todo el día en la universidad.

Un martes, que pudo haber sido trece, el chino enfermó. Siempre le dije que el asma podría complicarse si seguía fumando como si estuviera en quiebra. Nunca hace caso, y esa fue la oportunidad perfecta para mí. No lo vimos casi una semana, y no pude negarme al pedido de Pamelita de que la acompañe a su casa, ¡cómo hacerlo ante esa carita de tristeza!

Al no conocer la ciudad, me empecé a preocupar cuando la combi había pasado ese puente donde se suicidan a cada rato y está a más de una hora de la universidad. Esa noche regresé en un taxi que me cobró más de la cuenta.

Supongo que era bastante obvio y hasta huachafo cada vez que escribía su nombre dentro de un corazoncito, en los bordes de mi cuaderno verde, el de las figuritas de Mafalda. Nunca imaginé que eso sería lo más cercano que estaría de su corazón. Tiempo después, quién lo diría, logré estar un poco más cerca. Y me puse más cursi aún. Purpurina de colorcitos brillantes, que no solo estaban en las últimas hojas, poco a poco fueron poblando los bordes de todas las hojas. Envolviendo mis apuntes, al lado de Manolito, debajo de Felipe y hasta en el caparazón de burocracia, la tortuga.

“Los ángeles no tienen espalda, pero tienen escote”, me dijo el chino cuando le confié el secreto de mi gusto por Pamelita Melgar. Mi cuaderno verde lo constató. Aunque no estoy convencido de que ese sea su apellido (ni que los ángeles tengan apellido), ni de que el chino haya pensado en esa frase tan idiota sin haber visto a Pamela acercarse a unos veinte metros en dirección nuestra, con un polo que obviamente no tenía alas.

-¿Qué hacen?- dijo Pamela acomodándose un mechón de su cabello negro y largo debajo de la oreja izquierda, antes de sentarse en nuestra mesa del comedor.

Yo traté de esconder mi cuaderno con un juego de manos bastante torpe. Solo logré que se cayera al suelo junto a sus pies que llevaban zapatillas de colores diferentes, una roja y la otra negra. Pamela se agachó a recogerlo, el chino sonrió como un imbécil (siempre hacía todo como un imbécil) y yo trate de mentir: No es nada, son mis apuntes de… Antes de decir “química orgánica” y apenas agachado para recoger mi cuaderno, ella lo levantó.

- A ver – dijo, abriendo por la mitad el cuaderno verde – Me gusta Mafalda - lo observó despacio, como si estuviera traduciendo lo que leía. No levantaba la mirada, pasaba las hojas, una por una, hacia adelante, luego hacia atrás.

Yo no dije nada, pero el chino sí:

-Vámonos, Pame, ya es tarde y tenemos clases.

La tomó del brazo y la llevó hacía la puerta. Mientras que ella dejaba caer el cuaderno verde al suelo.

Yo me quedé sentado con la comida fría y la cuenta del chino. Mirando como desaparecían sus siluetas entre los alumnos que entraban a los salones. Saqué un billete de diez soles del bolsillo, pero pensándolo bien, aguardé a que se distrajera la chica de la caja y salí con prisa sin mirar atrás. En el suelo quedaba el cuaderno verde abierto, dejando ver a Mafalda, con casco, metralleta, una caja de granadas y cartuchos de dinamita, diciendo: “Oh, cuán floreciente época vivimos”.

Fue la última vez que Pamela me habló. Que haya visto mi cuaderno verde, donde estaban mis secretos y donde pudo ver su nombre, supongo que tuvo que ver mucho con eso. Una semana después la vi caminando con el chino, recuerdo que deformé la cara como si pediría permiso con urgencia para ir al baño.

La escena que sigue a continuación es innecesaria. Embarazosa. Describirla sería un desperdicio de tiempo y espacio. Mala literatura. Ya se sabe: la persona de la que estabas huevonamente enamorado caminando con quien consideras más que tu mejor amigo. Luego, lo previsible: nos quedamos ahí, los tres. Se podían oír nuestros latidos sincopados.

***

Esta noche he salido tarde para entregar las invitaciones de mi boda, tengo muchos amigos en Ámsterdam y creo que sí podrán venir. Vivo en Waemoestraat ciento cuarenta y uno. Es una de las calles donde comienza la Zona Roja, o como le dicen acá De Wallen, entre el hotel Krasnopolsky y miles de tiendas de condones.

Llego a la confitería De Bakkerswin para pagar el envío de la torta con un muñequito mío sobre el tercer piso de chocolate, luego cruzo la calle para tomar un café en Geels. Se puede escuchar la música del Tango, un bar de argentinos y lo más cerca que puedo estar de casa. Tengo que llegar a la capilla de San Pedro.

Todavía me sorprende cómo las casualidades son graciosas, y la manera de cómo tu destino se arma como un rompecabezas desquiciado. Ahora pienso en todo eso, cuando el chino me pregunta por el celular si ha sido prudente invitar a Pamela a nuestra boda.

La capilla está a la derecha del museo de Ámsterdam y al frente de la caseta de información sobre prostitutas. Es lo genial de Holanda. Tal vez hasta adoptemos un hijo. O dos.

1 comentario:

  1. Buen texto, me quede enganchada leyendo la historia. El final me impacto, en el sentido que pensé que el chino se quedaria con la chica pero bueno.. pasa lo contrario.

    Debo admitir que a veces uno puede leer estas historias pero eso no significa que no pasen en la vida real. Y como decia en el texto "Todavía me sorprende cómo las casualidades son graciosas, y la manera de cómo tu destino se arma como un rompecabezas desquiciado" es totalmente cierto, uno no sabe lo que pasará, uno hace su camino pero el resultado se verá al final.

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